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Dramaturgo y teórico de la danza, Roberto Fratini nos acerca al proceso de dramaturgia en la producción de Afanador.
Afanador se basa en la obra fotográfica de Ruven Afanador, ¿cómo fue el proceso de investigación? ¿Cambia notablemente el tener esta fuente de inspiración frente a otras?
Se trató sustancialmente de recorrer come un laberinto el imaginario de Afanador (sobre todo el de las series fotográficas dedicadas al universo flamenco, como Ángel Gitano o Mil Besos); de encontrar una forma de coherencia aberrante, de continuidad onírica (fatal, antes que causal) entre las imágenes; y de evitar que este recorrido se convirtiese en una “narración” consecuente. Creímos mucho en la analogía entre el gesto de fotografiar y el concepto de una eclosión “espontánea” de la imagen: como si el dato real (que es documental, o folclórico o costumbrista) de pronto, en el ojo del fotógrafo, floreciese de todas sus exageraciones, paradojas y énfasis implícitas. Y queríamos que estas fleurs du mal ibéricas se llamaran unas a otras según lógicas oníricas. Trabajar con una fuente fotográfica (y a veces “brutalmente” fotográfica – en la obra de Afanador hay una elocuencia que desafía el discurso, y que se acerca al misterio) significa por un lado reconstituir los gestos físicos y visuales que conforman un mundo; por otro lado reflexionar sobre el significado del gesto en sí que es fotografiar: sobre el rol que desempeña la visión (o la visionariedad) en el hecho de fabricar una imagen y captarla. Sobre el hecho, en última instancia, de que un ojo deseante no se limita a captar el objeto de su deseo, sino que lo fabrica, lo deforma, y en cierta medida lo mata. Así pues, se trataba menos de “ponerle vida” a las fotos de Afanador, que de sonsacarle a sus fotografías, y a la fotografía como modo de ver – y modo de ser -, la potencia que tiene de metamorfosear la vida en muerte, y viceversa.
¿Qué fue lo que más te sorprendió descubrir al trabajar con el imaginario de Ruven Afanador?
Afanador intuyó quizá que la fotografía (el modo moderno por excelencia de captar el mundo de la vida) estaba atravesada por una polaridad irreducible (blanco y negro; dinámico e inmóvil; vivo y muerto); y que la danza española de tradición, de todas las danzas o estéticas posibles, era, con sus paroxismos dinámicos, sus figuras, sus desplantes, un mundo hecho de la misma polaridad – lleno de vida, rebosante de muerte, invenciblemente acosado por un Eros sombrío y sardónico. El blanco y negro drástico brindó también a Ruven Afanador la posibilidad de convertir en cataratas el pelo, en aludes las batas de cola, en huracanes los tocados, en soles de azabache los abanicos, en charcos oscuros, ideogramas infernales y tropezones de materia oscura los cuerpos. Afanador escribió su declaración de amor un poco tóxica a España observando qué se cocía, qué se fermentaba, o qué se pudría en el vergel fantasmagórico del imaginario andaluz.
La obra de Ruven crea un universo muy característico, ¿cómo son los personajes que podemos encontrar en Afanador?
Por mucho que incluya algunos de los “fetiches tecnológicos” más comúnmente asociados al oficio de la fotografía, la pieza no enseña un estudio fotográfico de verdad: en circunstancias reales, el estudio fotográfico sería el lugar en el que todo el tiempo se construye, deshace y reconstruye el diafragma que separa la ficción (el set) de la realidad, la “pose” de la espontaneidad. En las circunstancias oníricas de la pieza que estamos realizando, el estudio fotográfico es ese “espacio de delirio” del que, como de un mal sueño, no hay salida posible. Nadie, aquí, ni siquiera quien manipula el marco técnico, consigue estar “fuera del marco”: todo y todas, aquí, son rehenes de la fotografía como de una pauta de vivencia/visión en la que se es amenazados todo el tiempo por la inmovilidad; en el que se está “posando” todo el rato; en el que incluso los elementos técnicos (focos, paneles, chismes, artefactos, etc.) son monstruos posando.
Si hay “drama”, aquí, estriba enteramente en la peripecia de un grupo de cuerpos debatiéndose entre la norma vital de la danza y los poderes de muerte de la fotografía. Hay también otros cuerpos (o cuerpos “otros”) en los que la morfología ha conseguido imponerse a la vida (es la teratología de Afanador). Estos cuerpos/imagen visitan el universo de Afanador como mensajeros de muerte, emisarios de una inmovilidad redonda, paradisíacas aves de mal agüero. Y no hacen sustancialmente nada que no sea ser fijamente la imagen que son.
¿Qué es lo que se ha querido transmitir con Afanador, hay algún punto de su mirada que se destaque?
El mundo de Afanador es literalmente “luciferino” (Lucifer significa esto: el “iluminador”). Y los ángeles gitanos de Ruven Afanador son todos ángeles negros, ángeles exterminadores o faunos. Creo que la originalidad de su planteamiento fue de adentrarse con la mirada en los pliegues de un mundo sin querer ni documentarlo, ni monumentalizarlo, ni musealizarlo. Delatado en todo momento por su ojo, que es un ojo deseante, Afanador es lo opuesto a un reportero “neutral” o a un “conservador” de cultura. Intuyó, creo, que la única manera de representar la vitalidad del universo flamenco y andaluz, era dar razón de la capacidad de ese universo por reimaginarse todo el tiempo, y a su vez reimaginarlo, como reimaginamos el mundo cuando soñamos con él.
¿Qué ha sido lo más complicado del proceso? ¿Y lo más satisfactorio?
Lo más complicado: someter el universo físico, plástico y dinámico de una compañía “especializada” como el Ballet Nacional al mismo tipo de anamorfosis, al mismo juego de énfasis, desplazamiento y recontextualización (al mismo détournement) al que la mirada de Afanador sometió los sujetos de su fotografía; hacerlo, como él, sin desnaturalizar el estilo, sino permitiéndole revelar algo de sí: un subconsciente dinámico de la danza española. Lo más satisfactorio: ser testigo de la extraordinaria generosidad de toda la compañía en recorrer este lado oscuro, sorprendente, a veces disidente del imaginario coreográfico; en dar mil vueltas de tuerca a la tradición y las convenciones, a partir de un dominio impecable de la tradición misma.
Has trabajado anteriormente para La Veronal, ¿cómo es colaborar con Marcos Morau?
He acompañado a Marcos en muchas de las creaciones para La Veronal y para otras compañías en los últimos 12 años. Colaborar con Marcos Morau es seguir el hilo de Ariadna de ciertas imágenes poderosas e insistentes, para descubrir en todo momento, más allá de los programas y de las intenciones, qué “enfermedad primitiva”, qué obsesión semántica les permite convivir en una especie de ecosistema de significado. Y ayudar a que de este ecosistema de significado emerja todo un paisaje (que es el espectáculo final), a la vez absurdo y misteriosamente coherente. Marcos me ha ayudado mucho a descubrir que el mandato de la dramaturgia no es, como se cree, ofrecer las garantías (sustancialmente miserables) del sentido, sino regalar el escalofrío del sinsentido, rozándolo en todo momento.
¿En qué se diferencia Afanador de otras producciones en las que has trabajado?
Aquí es más endiablado que nunca el juego de las metamorfosis. Aquí la parte de afán del título entra prepotentemente en el ritmo de los acontecimientos. Y siento a veces que la dificultad de lidiar con el formato teatral es muy parecida a la dificultad que Afanador tuvo que sortear lidiando con el “karma ortogonal” de la fotografía (que, quieras que no, es siempre el mismo maldito rectángulo de imagen): buscó mil maneras de evadirse de esta especie de ataúd icónico: sus fotos rebosan de escorzos, sesgos, planos oblicuos, pendientes engañosas, perspectivas vertiginosas. El vértigo, aquí, el desequilibrio es el desafío más sustancial.
¿Qué nos vamos a encontrar en Afanador?
Una blasfemia amorosa; un santo aquelarre de imágenes que vibran, se diseminan, se dispersan, y finalmente desaparecen sólo para transformarse en más imágenes. Mil besos.